miércoles, 24 de septiembre de 2014

La ciudad gris

La ciudad era de un color gris. Pero no sólo sus edificios. Su cielo, sus palomas, sus bancos... Todo parecía sacado de una película de Charlie Chaplin o de Segundo de Chomón. Era un lugar en el que siempre llovía.

Sus habitantes, antaño alegres, cambiaron para acomodarse a su hogar. Ahora sólo sabían ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los niños iban al colegio sólo a memorizar las lecciones que un robótico profesor les daba.

Y los ancianos ya no salían al parque a jugar a la petanca o echar un guiñote en el bar con los amigos, si no que mataban los días esperando a la señora de la guadaña mientras veían la tele.

Los perros ya no ladraban ni los gatos callejeros buscaban comida entre los escombros, no vaya a ser que rompan la aséptica uniformidad de la ciudad haciendo enfadar al vecino que quiere dormir o reír a un niño con payasadas felinas.

Ni flores había en los balcones, ni colores en los letreros de los bares.

El bovino símbolo de la ciudad preside una plaza desierta y lúgubre como un cementerio de noche. Un cementerio de muertos en vida.


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