lunes, 11 de noviembre de 2013

El salto del ángel


Llorabas mientras escondías la cabeza entre tus rodillas, resguardándote de la lluvia en la entrada de una vieja iglesia abandonada. Te sentías solo, putrefacto, abandonado.
El problema surgió unos meses antes, cuando tocaste una bombilla nueva y la hiciste explotar sin querer. Días después, empezaste a lanzar rayos. Tus padres te echaron de casa, pensando más en su seguridad que en ayudar a su hijo.

Te alojaste en casas de amigos, pero a la semana te echaban al ver tu maldición, temiendo ser chamuscados por aquel poder que ya te había dejado moraduras en el cuerpo.

Así que tuviste que empezar a hacer vida de calle, con unos guantes de fregar puestos para seguridad del resto de la humanidad, no de la tuya, pues bajo la goma seguían esos incontrolables rayos que te hacían daño.

Todas las noches tenías que buscar un escondrijo para dormir, y por el día rogabas a Dios que te dejara ser normal de una vez.

Volvamos a lo que estábamos. Se te habían acabado las lágrimas, y te levantaste mareado del escalón de ka iglesia.

Empezaste a caminar sin rumbo y a trompicones, como si estuvieras ebrio, olvidando los rugidos hambrientos de tu estómago.

Llegaste a un viejo viaducto por el que no pasaba nadie a esa hora. Miraste a una de las barandillas como ausente. Te acercaste y la acariciaste con tu enguantada mano. Pasaste tu cuerpo por encima de la barandilla, poniendo los pies en el reborde, y miraste por última vez el mundo que te había rechazado, antes de dar el salto que te haría volar a lo eterno, como los ángeles.